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CRÍTICA DE «TIERRA DE FARAONES»

Artículo sobre «Tierra de faraones» escrito por Jorge Álvarez, licenciado en Historia.

Crítica de «Tierra de faraones»

Un adelanto a manera de prólogo. Vamos a hablar de una película en cuyo argumento hay amores arrebatados, personajes arteros, celos, intrigas, traiciones, ambición, violencia, venganza… Dicho así parece la descripción sintética de un culebrón ¿verdad? Se trata de Tierra de faraones, que cuenta la construcción de la Gran Pirámide de Keops  y lo cierto es que, al igual que otras muchos filmes de época, la trama era de simple telenovela. Si no, ya me dirán qué es, en esencia, Lo que el viento se llevó.

Pero claro, todos esos elementos, aderezados con el ingrediente macgufiano de la pirámide y adecuadamente combinados, forman un cóctel espléndido. Es lo mismo que pasa con muchos venenos, que todo depende de la debida dosificación; el curare que usan algunas tribus amazónicas puede matar pero también salvar vidas (se usa como anestesia en las operaciones quirúrgicas). Y resulta que aquí tenemos un barman tan excepcional como Howard Hawks, con el que ya aviso de que no soy neutral: es uno de mis cineastas preferidos de todos los tiempos.

Cartel promocional de la película «Tierra de faraones»

Ahí está su filmografía, de la que lo más selecto es El sueño eterno, Tener y no tener, La fiera de mi niña, Río Rojo, Scarface, Los caballeros las prefieren rubias, El sargento York, ¡Hatari!… Un genio que practicó casi todos los géneros (incluido el terror, con El enigma de otro mundo, aunque no saliese su nombre en los créditos), que hizo un remake de una de sus propias obras maestras alcanzando el mismo nivel de calidad (El dorado, nueva versión de Río Bravo) y al que, quizá por todo ello, nunca le dieron un Óscar.

Ahora junten a un genio con otro: William Faulkner, uno de los grandes de la literatura, que acababa de ganar el Nobel y firma el guión, si bien ahí habría mucho que puntualizar porque dicen que apenas aportó más que algún diálogo, al estar incómodo con un argumento de época (se quejaba de no saber cómo hablaba un faraón) y que, encima, no era suyo (la historia se basa en la novela La hija del Nilo, de Margaret Lawrence).

Fotograma de la película «Tierra de faraones»

Pero Tierra de faraones necesitó de algo más para convertirse en lo que es hoy, un clásico. Requirió tiempo de reposo y maduración para, como un buen vino, obtener el bouquet perfecto. Y es que si Faulkner pasó olímpicamente de ella -de hecho, parece ser que detestaba el cine en general, acaso por tener que escribir argumentos imposibles para películas de tercera, como reflejaron los hermanos Coen en Barton Fink (aunque ojo, que también escribió las adaptaciones de El sueño eterno y Tener y no tener)-, el propio Hawks la consideraba una de sus obras fallidas (no era autoexigente ni nada, pues las otras que incluía en esa despectiva calificación eran El sueño eterno, El sargento York y Los caballeros las prefieren rubias).

El caso es que,  ahora que la película cumple sesenta años, resulta apasionante y divertida a partes iguales. Apasionante porque, como decía antes, todos sus elementos funcionan como un engranaje aún cuando por separado podrían resultar altisonantes: la fotografía de colores chillones, la música algo tópica de Dimitri Tiomkin (que fue muy criticada en su momento), los interiores rodados claramente en decorados de cartón piedra, ese vestuario que parece de opereta, los cortes de pelo de los años cincuenta, los personajes estereotipados, los extras blancos haciendo de egipcios (miles, por cierto, como se hacía en los tiempos predigitales), etc..

Joan Collins en un momento de «Tierra de Faraones»

Mención aparte para los anacronismos inevitables. El primero de ellos nada más empezar, con un camello incluido en el desfile cuando todavía no se conocían. El director se empeñó en ponerlo cuando le dijeron que sólo había burros y que fueron los hicsos los que introdujeron el caballo en Egipto, a finales del Imperio Medio).

Otro es situar las pirámides de Giza en Menfis para que se vean, algo que es casi una obligación porque, al fin y al cabo, en 1955 no existía Internet ni el turismo estaba tan extendido, por lo que la mayoría de la gente asociaba esos monumentos al país iconográficamente. También son erróneas la relación diplomática con Chipre (muy posterior en realidad), la alusión al granito como material para la Gran Pirámide (es de piedra arenisca), la presentación de Keops como un rey guerrero (apenas organizó unas pocas expediciones al Sinaí), el aire judaizante del pueblo del arquitecto (los hebreos no se asocian a Egipto hasta el Imperio Nuevo), las espadas rectas

Ahora bien, en otros aspectos la película no está tan mal ambientada. Las escenas que muestran construcción de la pirámide son aceptablemente veraces y no caen en esperpentos como el de Exodus: dioses y reyes, en la que se veían elefantes arrastrando los bloques (del mamut de 10.000 ya ni hablo). Tampoco se comete el error frecuente de atribuir los trabajos a la mano de obra esclava, que no había en el Imperio Antiguo. La lucha de Keops con un toro podría representar (con bastante imaginación, eso sí) la fiesta Heb Sed, un ritual para celebrar el reinado del faraón..

Los laberintos del interior de la pirámide no existen (al menos no tan extensos) pero es que son más bien un recurso del guión para justificar la original forma de sellarlos (un inaudito mecanismo de arena) y proporcionar un final impactante a la malvada Nellifer: enterrada viva junto a Keops. Como ésta era Joan Collins, debió sobrevivir; todavía anda por ahí, fresca como una lechuga.

Momento en que están arreglando el maquillaje a Joan Collins

Artículo escrito por Jorge Álvarez, licenciado en Historia.


       Jorge Álvarez es licenciado en Historia y diplomado en Archivística y Biblioteconomía. Fue fundador y director de la revista Apuntes (2002-2005), creador del blog “El Viajero Incidental”, y bloguero de viajes y turismo desde 2009 en “Viajeros”. Además, es editor de “La Brújula Verde”. Forma parte del equipo de editores de Tylium.

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