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CRÍTICA DE «EL OFICIO DE LAS ARMAS»

Artículo sobre «El oficio de las armas» escrito por Jorge Álvarez, licenciado en Historia.

Crítica de «El oficio de las armas»

El cine histórico, o al menos su público, parece tener predilección por ciertas épocas mientras que a otras las relega, ignorándolas o dedicándoles poca atención, quién sabe por qué. Así, mientras abundan las películas ambientadas en la Roma imperial o el Medievo, apenas hemos podido ver en pantalla la Edad Moderna: tres o cuatro filmes sobre la conquista de América y algún otro sobre las guerras europeas que asolaron el continente durante los siglos XVI y XVII.

En ese segundo grupo se pueden citar La kermesse heroica, El último valle, Los señores del acero y las que se centran en algún personaje concreto, sea verídica (La reina Cristina de Suecia, Elizabeth, Cromwell, María, reina de los escoceses…), o sea ficticio (Cyrano, La joven de la perla, Alatriste). Hoy vamos a quedarnos con uno de los primeros, real como la vida misma si bien llevó una vida digna de algún poema épico: Juan de Médici, del que una película de 2001 nos muestra dicha vida sintetizada en un título bien expresivo: El oficio de las armas ( Il mestiere delle armi).

Uno de los carteles promocionales de El oficio de las armas

Coproduccida entre Italia, Bulgaria, Francia y Alemania, la película está escrita y dirigida por Ermanno Olmi, cineasta aclamado por otras obras como El árbol de los zuecos o La leyenda del santo bebedor. Con El oficio de las armas ganó, entre otros, nueve premios David de Donatello (los Óscar italianos) y un premio del Cine Europeo a la mejor dirección, abriéndose además un hueco entre los espectadores aficionados a la Historia por su minuciosa reconstrucción del día a día de un condottiero. El último que hubo probablemente.

Condottiero era el término con que se designaba a los capitanes de mercenarios que se ponían al servicio de las ciudades-estado de la península italiana en el lapso de tiempo que va aproximadamente desde la Edad Media hasta mediados del siglo XVI. La guerra era, pues, su oficio y la practicaban al mejor postor.

Algunos de ellos dejaron un recuerdo lo suficientemente importante como para que los mejores artistas de su tiempo los inmortalizaran en esculturas ecuestres, caso de Verrochio con Bartolomeo Colleoni o Donatello con Gatamellatta. De otros tenemos testimonio literario de sus andanzas, como el caso que nos ocupa, Giovanni de Médici, al que conocemos sobre todo por el relato de Pietro Aretino, popular poeta y amigo suyo, que le acompañó en su última campaña.

Fotografía del director Ermanno Olmi en la actualidad

En ella, mandaba el ejército pontificio que salió al encuentro de las tropas imperiales de Carlos V, que marchaba imparable sobre Roma para castigar el apoyo del papa Clemente VII a Francia. En realidad, los franceses ya habían sido derrotados pero, como se hizo habitual, hubo un retraso en las pagas y aquel combinado de soldados de diferentes países (había cinco mil españoles, siete mil alemanes y tres mil italianos) decidió sublevarse y atacar la Ciudad Eterna para cobrar por su cuenta.

Un peligro porque los germanos, básicamente lansquenetes liderados por Georg von Frundsberg (uno de los héroes de Pavía), irónicamente eran luteranos, lo que no parecía un buen augurio para Roma. Así que Juan de Médici recibió la misión de detener a los imperiales. Nacido en 1498 de ilustre familia, como indica su apellido (era hijo de Giovanni de Médici y Caterina Sforza), desde pequeño mostró afición a las armas, matando a un hombre con sólo doce años y siendo expulsado de Florencia en más de una ocasión.

Buen esgrimista y jinete, eligió el oficio de condottiero, en el que obtuvo sonadas victorias y alcanzó sonada fama. Cuando murió el papa León X, su protector, en señal de duelo, Médici añadió a su divisa unas bandas negras que pronto se hicieron muy populares y por las que se le conoció en lo sucesivo como Giovanni delle Bande Nere y a su ejército las Bandas Negras.

Ilustración con el posible aspecto de Georg von Frundsberg

La película cuenta su última semana, cuando, acosando al enemigo con rápidos ataques seguidos de retiradas, se enfrenta a un contingente menor alemán. Paradójicamente, cargando a caballo al frente de sus hombres en una escaramuza, resulta herido en un muslo por un cañonazo.

Fueron desesperados los intentos por curarle, basados en la primitiva medicina de entonces que, para esos casos, se limitaba a la amputación; por cierto,  tremenda pero hermosa escena la de la operación, con una decena de hombres sujetándole mientras él se abstrae del dolor contemplando los frescos del techo que representan la resurrección (la leyenda cuenta que él mismo sujetaba el candelabro que iluminaba a los médicos). Todo inútil sin embargo; cuatro días después la gangrena provocó su fallecimiento en Mantua (1526).

Con él murió todo un mundo, ya que el concepto medieval de la guerra iba a cambiar radicalmente con la difusión de las armas de fuego; de ahí la deliciosa escena en que se muestra paso a paso la fabricación de un falconete. El protagonista era un hombre ya fuera de su tiempo, con una forma de vida obsoleta en un contexto de formación de estados y ejércitos nacionales.

Por eso otra escena está protagonizada por un predicador enloquecido que les llama espectros a él y a sus soldados. Y puesto que se trata del Renacimiento, también se dejaba atrás la concepción teocéntrica del mundo, algo mostrado en una escena más, la de los soldados ¡del ejército pontificio! profanando un crucifijo de madera para hacer leña.

Uno de los fotogramas de la película El oficio de las armas

Por su parte, el ejército imperial, que había ido superando todos los obstáculos -por ejemplo, la denegación de paso por una ciudad, única forma de salvar un río en pleno invierno, solventado mediante soborno a sus dirigentes-, ya sólo tenía enfrente a Juan de Médici y, al eliminarlo, tuvo camino expedito a Roma, ciudad que sería duramente sometida a saqueo por los lansquenetes: el célebre Sacco.

El film es contado de forma muy curiosa, similar a la elegida siglos después por Bram Stoker para su novela Drácula: mediante el correo epistolar que el protagonista mantiene con su familia (su mujer María Salviati, con la que tuvo a su hijo Cosme, que llegaría a ser Gran Duque de Florencia) y con otros personajes durante la campaña, incluido el propio Frundsberg, con el que la relación es de respeto y admiración mutuas.

La realización, preciosista, minuciosa, hace que la trama avance a ritmo lento, recreándose en los detalles, el paisaje…  Porque puede, ya que cuenta con una cuidada reconstrucción histórica de vestuario y atrezzo; no en vano Olmi se había fogueado en su comienzos profesionales en la dirección de documentales corporativos. Ayuda el hecho de contar con un presupuesto adecuado, que permite la inclusión de eso tan importante en una película de época: los planos generales, aunque el estilo se aleja de la espectacularidad del cine de acción.

Resulta inevitable resaltar ese epílogo, en el que el palafrenero se dirige al espectador para decirle algo tan sorprendente como triste, por inane: “Con motivo de la aciaga suerte acaecida al capitán Giovanni de Médicis, los más ilustres capitanes y comandantes de todos los ejércitos hicieron votos a fin de que nunca más volviera a utilizarse contra el hombre la potente arma de fuego”. Ni se imaginaban lo que vendría.

Otro de los fotogramas de la película

Artículo escrito por Jorge Álvarez, licenciado en Historia.


       Jorge Álvarez es licenciado en Historia y diplomado en Archivística y Biblioteconomía. Fue fundador y director de la revista Apuntes (2002-2005), creador del blog “El Viajero Incidental”, y bloguero de viajes y turismo desde 2009 en “Viajeros”. Además, es editor de “La Brújula Verde”. Forma parte del equipo de editores de Tylium.

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