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CRÍTICA DE «LOS SEÑORES DEL ACERO» (II)

Artículo escrito por Jorge Álvarez, licenciado en Historia.

Como se puede deducir, la productora americana exigió cambiar los nombres holandeses originales por otros más anglosajones para facilitar la comprensión del siempre primario público estadounidense, si bien fue inútil porque el film fue un fracaso comercial hasta el punto de que en España y otros países ni siquiera se estrenó; hubo que esperar unos años a que el nombre de Paul Verhoeven empezara a sonarle a la gente gracias a Robocop (después vendría un éxito tras otro con Desafío total, Starship troopers e Instinto básico).

Cartel promocional de la película

Y eso que el equipo no estaba nada mal. Aparte del director, el peso de la película recae en el carismático Rutger Hauer, ya famoso por su papel de replicante poético en Blade runner y que acababa de protagonizar Lady Halcón. Le acompaña una desinhibida Jennifer Jason-Leigh, que, pese a actuar desde niña en cine y televisión, aún no era famosa más que por el accidente mortal que sufrió su padre, el actor Vic Morrow, decapitado por un helicóptero cuando rodaba con Steven Spielberg En los límites de la realidad. El director de fotografía fue Jan de Bont, colaborador habitual de Verhoeven,  que luego desarrollaría su propia carrera en solitario como director centrado en películas de acción (Speed, Twister, la secuela de Tomb Raider…). Y la música, una de las grandes bazas de Los señores del acero, corrió a cargo del insigne Basil Poledouris, que logra una de sus mejores obras; curiosamente ya se había ganado la admiración general con la banda sonora de otra película rodada en España, Conan el bárbaro.

Rutger Hauer, el actor protagonista

¿Dónde estuvo, pues el problema? Es difícil decirlo. La parte española cumplió a medias. Así, el vestuario diseñado por la británica españolizada Yvonne Blake, coleccionista de premios Goya, es magnífico, con un deslumbrante manejo de los colores que queda especialmente brillante en el sardónico contraste entre los ropajes rojos de la banda y el blanco inmaculado con costuras de oro que lucen Martín y Agnes para pasmo de los demás; los actores nacionales Simón Andreu, Fernando Heilbeck, Blanca Marsillach y Héctor Alterio cumplen su rol de secundarios sin mayor problema. Igualmente, las murallas de Ávila pasan una vez más por las de una ciudad centroeuropea, mientras el castillo de Belmonte se confirma una vez más como decorado en sí mismo (y encima fue realicatado y restaurado por el equipo de decoradores, de manera que el aspecto que presenta hoy es el mismo de la película).

Sin embargo, y pese al más que ajustado diseño de producción de Félix Murcia, el productor asociado, Juan Vicuña, no pudo proporcionar la cantidad de caballos prometida, aportando sólo quince del centenar y pico apalabrado, lo que se deja notar en las escenas de masas. Tampoco el clima resultó como se esperaba, haciendo un frío bajo cero que dificultaba las cosas porque a menudo había que rodar de noche y con lluvia artificial, con lo que los actores se helaban. Quizá por eso los americanos se pasaron las diez semanas de rodaje bebiendo como cosacos y escapándose a la playa a la menor pausa. Y puede que por ello Paul Verhoeven y Rutger Hauer se enzarzaran una y otra vez en violentas discusiones que, en el caso del director, se extendieron al equipo español, al que trataba con desprecio.

Paul Verhoeven, director de la película

No obstante, una cosa es el resultado en taquilla y otra el artístico. En ese sentido, Los señores del acero es mucho más interesante de lo que indica su propio título. De hecho, el original es Flesh+Blood, o sea, Carne y sangre, que se ajusta mucho mejor a lo que muestra. Una trama febril, dinámica, turbulenta, vagamente histórica, enfermiza a ratos, brutal, violenta como la vida misma. Con personajes que están en las antípodas de los acostumbrados en el cine actual, en el que son monolíticos e inmaculados o pérfidos hasta el tuétano mientras que aquí rebosan matices por todas partes y resulta difícil adscribirlos como buenos o malos. Martín es un canalla cínico capaz de violar y matar (lo que representa la libertad en unos tiempos difíciles), pero no puede evitar caer rendido a los encantos de Agnes; parece ser que Hauer intentó suavizar ese carácter pero el director se empeñó, afortunadamente, en que mantuviera la parte negativa. Por su parte, Agnes está cortada por un patrón similar: enamorada de Steven, también se ve atraída por el lado oscuro (ya se sabe, el encanto de los chicos malos) y no sólo salva a Martín de enfermar de peste al advertirle de que el agua del pozo está contaminada (Verhoeven muestra en  morboso primer planos cómo beben los demás) sino que al final, en pleno abrazo con su prometido, esboza una significativa sonrisa al ver por encima de su hombro que ha logrado salvarse del incendio.

Otro de los carteles promocionales de la película

Y todo engarzado por un guión tan sencillo como eficaz (firmado por Gerard Soeteman y el mismo Verhoeven) que va desgranando encantadores apuntes de ambientación histórica como perlas de un collar, debidamente tratados por el personalísimo estilo del director. Así, se suceden una escena de amor bajo el cadáver putrefacto de un ahorcado (dado que allí crece la mandrágora según la leyenda), una especie de arcaico tanque de madera que Steven (estudioso de Leonardo da Vinci) construye para asaltar el castillo, al propio Steven utilizando el poder de un rayo para romper la cadena que le aprisiona,  la maquiavélica idea de arrojar la carne enferma de un perro muerto de peste a un pozo para contaminar el agua, la superstición ignorante que ve en seguir a San Martín la redención de un infanticidio, un Harkwood enfermo de esa peste (por lo que él cree una maldición tras matar a una monja) curándose según los consejos de un galeno musulmán despreciado por los cristianos (sajando el bubón) y muchas cosas más. Parece difícil imaginar una película así hoy. Más que nada porque los cineastas de raza como Verhoeven cada vez escasean más: Peckimpah, Millius, Carpenter, Boorman… Se les echa de menos desesperadamente.

Uno de los fotogramas de la película

Artículo escrito por Jorge Álvarez, licenciado en Historia.

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       Jorge Álvarez es licenciado en Historia y diplomado en Archivística y Biblioteconomía. Fue fundador y director de la revista Apuntes (2002-2005), creador del blog “El Viajero Incidental”, y bloguero de viajes y turismo desde 2009 en “Viajeros”. Además, es editor de “La Brújula Verde”. Forma parte del equipo de editores de Tylium.

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