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EL MÁS ALLÁ EN LA EDAD MEDIA

Artículo escrito por Luis Galan Campos, graduado en Historia

Introducción

La muerte, es un hecho ineludible que incumbe (y aterra) a todos los seres humanos, pues en palabras de San Cipriano, obispo de Cartago (200-258), “todos nacemos con una soga al cuello. Comenzamos a caminar sin saber que longitud tiene la cuerda”.

La muerte nos llena de desazón, una incertidumbre que se puede resumir en tres partes: ¿cuando tendrá lugar la muerte de uno? ¿hay algo más allá? ¿es posible escapar de la muerte? Para hacer frente a dichos interrogantes, en distintos lugares y épocas se ha recurrido a diversas explicaciones mítico-religiosas. En el presente artículo analizaremos cómo se piensa la muerte entre los siglos XI y XV, para el que disponemos de un gran número de fuentes, y en el que se producen cambios significativos en nuestra manera de concebir el fin de la vida, y la prolongación de la existencia más allá de ella.

Cristo sacando a los Justos del Infierno en Les petites heures du Duc de Berry, ca 1390

In fine: preparando el último día

El pensamiento y la vida de los hombres y mujeres de la Edad Media está dominado por el cristianismo. Este se basa en un mensaje salvífico: Dios se hizo hombre (Cristo) para revelar la Verdad o Evangelio. Los que lo veneren y vivan de acuerdo a sus enseñanzas podrán vencer la muerte, es decir, resucitarán y se reunirán con Él en el Paraíso al Final de los Tiempos.

Para esta religión la historia es simétrica: así como hubo una creación del tiempo y el espacio (Génesis), habrá un final de estos (Armagedon). En este, los hombres serán juzgados según sus acciones y creencias (Juicio Final): mientras que unos resucitarán, aquellos que no hayan seguido a Cristo ni a sus enseñanzas se verán privados de la resurrección. El tiempo y la vida de los fieles (desde el ciclo del día y la noche hasta los distintos momentos de la vida) está regulado por la religión, con el objetivo de que cada fiel pueda salvarse, es decir, resucitar en Dios.

La psicotasis llevada a cabo por el Arcángel Miguel centro en el Tríptico del Juicio Final de Hans Memling, ca 1467

La muerte de sí mismo

Para el primer cristianismo (hasta los siglos VI-VII), la vida es un tránsito fugaz al lado de la Eternidad (la vida después de la muerte). El hombre está pues compuesto de un cuerpo perecedero (para la Tierra) y un alma inmortal, para la Eternidad. La muerte en sí sin embargo no es más que un sueño temporal hasta la resurrección. Esto último se refleja en nuestro lenguaje cotidiano: al lugar donde se depositan los muertos se le da por nombre el término griego koimeteron o dormitorio, de donde proviene la palabra cementerio.

Con el paso de los siglos, este primer pensamiento cristiano, se va haciendo más complejo. En primer lugar, se introduce el concepto de Infierno, el destino de los que han vivido sin seguir las enseñanzas de Cristo donde son castigados eternamente. En segundo lugar, en vez de esperar al Juicio Final, cada hombre será juzgado en el momento mismo de su muerte de forma individual, lo que se conoce como psicotasis, y accederá de forma inmediata a su destino. La muerte pues se vuelve mucho más terrible, en lo que Philippe Aries define como “la muerte de si mismo”. Ante el desasosiego que produce se crean toda una serie de rituales y tramites para garantizar la salvación.

El lecho de muerte en un manuscrito de las Brisitdh Library

La buena muerte

La muerte ideal es aquella en la que el fiel, prevenido de su inminencia, tiene tiempo de arreglar sus asuntos terrestres (hacer testamento) y espirituales (confesarse, para presentarse lo más inmaculado posible al juicio). La buena muerte se asocia con la rectitud de la vida cristiana: sueños, señales o ángeles sirven para advertir a numerosos santos de su próxima muerte, en la que se sumen como en un sueño dulce.

Por el contrario, una muerte repentina, sin cumplir con los trámites necesarios, se asocia a una vida de pecado y desenfreno. No son pocos los relatos de castigos divinos en los cuales los pecadores son precipitados a un abismo o fulminados por un rayo. La buena muerte sorprende al fiel en su cama: este hace testamento, en el que no han de faltar obras pías para los mas necesitados y la iglesia. En todo momento está rodeado de sus familiares y allegados. En los últimos instantes un sacerdote corre a su lado para confesarlo y darle la última comunión o viaticum “para el viaje”. El fiel expira contemplando una imagen de Cristo, un crucifijo o inclusive la hostia cuyo poder sagrado habrá de protegerlo.

Obra del grabador alemán Maestro de Es en un ars moriendi alemán que representa a un hombre dudando si arrepentirse al final de su vida

Aprender a morir

El objetivo de la Iglesia era conseguir que todos los fieles se salvaran. Para ello era importante no sólo que llevaran una vida lo más recta posible (algo harto difícil), sino también que se preocuparan de tener una buena muerte. Los más afortunados podían contar con obras especializadas: los libros de horas (oraciones) o psalterios (colecciones de salmos bíblicos) que les indicaban los distintos rezos para los momentos del día, mes; para los difuntos, las llamadas Biblia pauperum o manuscritos ilustrados de gran valor que contenían parte o totalidad del relato bíblico, o incluso los conocidos como ars moriendi, que indicaban justamente como preparase para la muerte.

Los menos afortunados dependían de la labor educativa de la Iglesia ejercida a través de la predicación publica y las representaciones llamadas autos sacramentales. En esta tarea cabe destacar el papel de las llamadas órdenes mendicantes, como los Franciscanos o Dominicos cuya misión les llevaba a predicar por los caminos y las grandes ciudades.

Artículo escrito por Luis Galan Campos, graduado en Historia

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