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Crítica de «Lawrence de Arabia» (II)

Segunda parte de la película protagonizada por Peter O´Toole, escrita por Jorge Álvarez, licenciado en Historia

Tras una meditación entre las dunas, Lawrence idea el insólito plan que le dará el primer arreón de fama: llegar a Áqaba por tierra, atravesando el desierto y sorprendiendo a los otomanos por la retaguardia. Misión aparentemente imposible porque ese sitio es conocido, por razones evidentes, como “el yunque del sol”. Pero la columna se lanza a ello y son significativos los planos de la tropa y sus camellos durmiendo de día para moverse de noche, cuando el calor afloja un poco. Es en esa penosa marcha cuando llega uno de los mejores momentos de la película: aquel en que Lawrence vuelve atrás en busca de uno de su hombres, que se ha perdido, desoyendo los consejos de los demás, que aducen que es su destino morir y está escrito. Finalmente lo encuentra y les espeta un lapidario -y para algunos blasfemo- “nada está escrito. Yo llegaré a Áqaba; eso sí está escrito”. Y es que, insiste, “para ciertos hombres nada hay escrito si ellos no lo escriben”.

Su éxito en el rescate le hace ganarse un cambio de identidad, pasando a se Al Lawrence y sustituyendo su uniforme por la ropa beduina. Lamentablemente, días después y para evitar que su tropa se rompa en discordias internas, se dispone a ejecutar personalmente a uno de los árabes por haber matado a otro en una disputa tribal y descubre que es aquel al que rescató; “estaba escrito”, le recuerdan. Un tenso encuentro con Auda ibu Tayi, un señor local dedicado al bandidaje, vuelve a poner en el tapete el problema de la desunión ancestral que Lawrence trata de empezar a arreglar sugiriendo que en vez de llamarse por sus nombres de clanes adopten el gentilicio común de “árabes”. Y luego convence a Auda para unirse a ellos con un ardid psicológico: lo hará, dice, porque “le place”. El papel de Auda recayó en Anthony Quinn, que además de maquillarse minuciosamente para asemejarse lo más posible al personaje, se gastó un dineral en ayudar a los almerienses pobres.

Cartel de la película Lawrence de Arabia

Áqaba, que en la película no es la verdadera sino una rambla española, cae, en efecto, y con una carga realizada por centenar y medio de camellos reunidos por el equipo de rodaje español. Lawrence regresa entonces a El Cairo en un críptico y expiatorio viaje a través del Sinaí. Todo son felicitaciones y parabienes pero él no está contento porque, confiesa, en el fondo disfrutó con aquella ejecución, algo que le confunde porque le aproxima a los beduinos. Como dice Faisal: “En el coronel Lawrence la clemencia es una pasión; para mí es sólo buena educación”. Se está gestando una nación, lo que despierta escepticismo entre los británicos. Pregunta un periodista: “Van a instalar una democracia. ¿Tendrán también un parlamento?”. La contestación de Lawrence es lapidaria: “Le responderé cuando tenga un país”. También lo son otras frases que hizo célebres dicho reportero, el mencionado Lowell Thomas (aquí rebautizado Jackson Bentley e interpretado por Arthur Kennedy después de que Kirk Douglas pidiera un salario astronómico y Edmund O’Brien sufriera un ataque al corazón): “Se la voy a dar yo [la libertad]” o “Está limpio” [razón por la que le gustaba el desierto].

Pero a David Lean no le interesaba un héroe monolítico y la amargura se va apoderando de éste cuando, tras pedírsele que vuelva, ve que los árabes se niegan a seguirle a Deera porque siguen careciendo de conciencia nacional. Convencido de que es el cemento que debe aglutinarlos, llega a endiosarse (“¿Acaso crees que soy un hombre cualquiera?”) y, en un descenso a los infiernos, llega el desengaño en el episodio más enigmático de la biografía de Lawrence: su temerario empeño por entrar solo en la ciudad enemiga le supone ser capturado y torturado, en una extraña y elegante pero elíptica escena que sugiere una violación y en la que aparece el actor español Fernando Sancho. Finalmente recobra la libertad pero ha cambiado y ahora se considera un hombre cualquiera, incapaz de lograr su objetivo y, lo que es peor, harto de todo.

David Lean, director de Lawrence de Arabia, junto a los actores Peter O’Toole y Omar Sharif

La retirada, no obstante, es efímera y recibe órdenes del mando de ayudar a Faisal a tomar Damasco mientras los políticos planean quedarse con Arabia tras la guerra. Lawrence acierta cuando le dice a Bentley, con suficiencia y mesianismo, que los árabes no le acompañarán por dinero sino por él. Así es y bajo su dirección, masacran una columna otomana en retirada al grito de “¡No hay prisioneros!” que exclama con cara enloquecida, psicopática. Esa terrible escena, rodada en Ouarzazate con miembros del ejército marroquí de extras (al parecer bastante poco colaboradores), se podría resumir en una frase del libro: “Luchaba yo por mi cuenta y en mi propio estercolero”.

Es el final. Los árabes tienen así su país… para demostrar que en el Consejo siguen comportándose igual de caprichosamente que antes. Decepcionado, Lawrence se marcha desoyendo la súplica de el-Kharish para que se quede a ayudarles. “Espero no volver a ver el desierto” dice el primero; “Volverás -replica el otro –Para tí no hay más que el desierto”. Pero está decidido y se lleva como últimos recuerdos los insultos racistas de un médico que, sin reconocerle y tomándole por un árabe, descarga sobre él su ira por el trato que reciben los heridos turcos en un hospital… pero días después se lo encuentra de nuevo, ya vestido de uniforme y el otro le da la mano entusiasmado de estar ante el famoso Lawrence.

También se gana el desprecio de Faisal, el hombre al que ha convertido en rey. La imagen del monarca, por cierto, no gustó en Jordania y por eso allí se prohibió el estreno de la película. Lawrence abandona aquel mundo en un coche militar que en un tramo de la carretera adelanta a una caravana de camellos a la que sigue con una mirada ¿de nostalgia? Al poco, un metafórico motorista les pasa a toda velocidad, como una premonición de su final… y el de la película.

El director David Lean dando indicaciones de rodaje a Peter O’Toole

Ésta, cómo no, fue un éxito total de público y crítica. Costó 15 millones de dólares y recaudó 70, además de recibir elogios de todo tipo y acumular premios uno tras otro. Entre ellos figuraron el Oscar al mejor film, director, música, fotografía, dirección artística, montaje y sonido. También nominaron a los guionistas, a Omar Shariff y a Peter O’Toole, que perdieron ante Ed Bergley (Dulce pájaro de juventud) y Gregory Peck (Matar a un ruiseñor) respectivamente.

Por supuesto, no faltaron objeciones sobre la inexactitud con que se muestran los hechos históricos: los diversos oficiales británicos que acompañaron a Lawrence se fusionan aquí en uno ficticio encarnado por Anthony Quayle; el núcleo del ejército árabe no eran guerrilleros beduinos sino tropas regulares hachemitas uniformadas; muchos personajes se muestran con tintes negativos que no corresponden con la realidad, desde Allenby a Faisal, pasando por Auda; y ha sido discutida la compleja personalidad del propio personaje protagonista, incluyendo una presunta homosexualidad que hubo que suavizar en el guión por exigencia de su hermano, titular de los derechos de Los siete pilares de la sabiduría, si bien nadie parece ponerse de acuerdo sobre ello.

Peter O´Toole en la película Lawrence de Arabia

Lo cierto es que a Lean no le importaba y a los espectadores tampoco. La escena en que Peter O’Toole camina sobre el techo de un vagón de tren recién saboteado (en el Cabo de Gata, por cierto), brazos en alto mientras su inmaculada chilaba blanca tremola al viento y le aclaman sus hombres, valdría por sí sola todo el metraje. Más aún si se oye la legendaria melodía de Jarre (que llegó al proyecto de rebote, tras fallar Malcom Arnold, el compositor de El puente sobre el río Kwai, y no gustarle al directo la partitura encargada a su sustituto, Richard Rodgers. Jarre únicamente dispuso de mes y medio para hacer su obra maestra).

Segunda parte de la crítica sobre «Lawrence de Arabia» escrita por Jorge Álvarez, licenciado en Historia

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