Artículo sobre «La caída del Imperio Romano» escrito por Jorge Álvarez, licenciado en Historia.
Crítica de «La caída del Imperio Romano»
Escena inicial de la película. Año 180 d.C. Las legiones romanas, lideradas en persona por el emperador Marco Aurelio, se reúnen en el limes germano del Danubio para una operación de castigo contra las levantiscas tribus locales. Es invierno y la nieve cubre los bosques con su manto blanco. Pese a los apuros, la excepcional maquinaria de guerra imperial aplasta al enemigo. El general victorioso es un profesional meritorio al que un enfermo Marco Aurelio ha decidido nombrar sucesor en detrimento de su hijo, Cómodo, porque considera a éste caprichoso y cruel, sólo interesado en divertirse como gladiador aficionado. Lamentablemente, el césar muere asesinado y el militar decide ceder el poder al legítimo heredero, del que es amigo. Éste jura agradecérselo eternamente pero luego, celoso de él por su amor con su hermana, Lucila, no cumplirá su palabra; ambos estarán abocados a un enfrentamiento personal final, años después…
Más de uno estará confuso antes esta síntesis porque es prácticamente la misma que puede hacerse de Gladiator, la exitosa película que Ridley Scott estrenó en el año 2000. Sin embargo, se trata de La caída del Imperio Romano, rodada por Anthony Mann treinta y seis años antes. El Máximo que interpretó Russell Crowe se llama en ésta Livio pero casi todo lo demás es sospechosamente parecido, incluido el pseudoromance a tres bandas en torno a Lucilla, la hermana de Cómodo.
Crowe hizo el papel de su vida y, gracias a una serie de frases afortunadas, alcanzó el estrellato, superando a su homólogo anterior, un Stephen Boyd al que tiñeron de rubio para que no se pareciera demasiado a su papel más exitoso, que también era de romano: el malvado Mesala de Ben-Hur (de hecho, Charlton Heston rechazó el papel de La caída… porque el guión apenas estaba esbozado)…
En cambio, el resto del reparto resultaba mejor en la película de 1964: Alec Guinness no es que se pareciera sino que era clavado a Marco Aurelio y, frente a él, Richard Harris, más que un emperador aficionado a la filosofía estoica parece una especie de Diógenes, con síndrome y todo; Christopher Plummer interpretaba un Cómodo más vicioso, psicopático y -lo más importante- divertido que el atormentado Joaquin Phoenix, que casi provocaba lástima por su personaje; y la comparación entre Sophia Loren y Connie Nielsen no puede ni plantearse.
También resulta dispar la dirección de Anthony Mann frente a la de Ridley Scott: el primero, famoso por haber sido despedido de Espartaco, obtuvo críticas negativas y un fracaso comercial tan estrepitoso que supuso el final de las producciones de Samuel Bronston en España, donde se rodó, mientras que el segundo triunfó en ambos aspectos. Bien es verdad que, con el paso del tiempo, tienden a invertirse las cosas y cada vez se reivindica más La caída del Imperio Romano mientras Gladiator ya no es vista con tanta ponderación como en su momento (sigue siendo muy popular, eso sí).
En el aspecto histórico Anthony Mann -curiosamente, especialista en westerns– era más ambicioso. Mientras Scott centraba su atención en la odisea personal de Máximo en el oficio de gladiador, el otro aspiraba a sintetizar en 188 minutos cómo se gestó lo que el propio título del film indica, mostrando tanto la degradación del trono imperial en manos de un irresponsable que sólo piensa en su disfrute (tiene una escena memorable, bailando sobre un mapa del mundo, que recuerda a la de Chaplin en El gran dictador) mientras algunos de sus senadores, más concienciados con el problema de la amenaza de los bárbaros, intentan incorporar a éstos al imperio concediéndoles la ciudadanía. Es el empeño de Timónides, encarnado por James Mason, que para demostrar su buena fe a los germanos protagoniza una curiosa escena, verídica pero muy anterior (del siglo I a.C, mientras la que película transcurre en el II d.C) y protagonizada por otro personaje histórico, Cayo Mucio Escévola, quien quemó voluntariamente su mano con una antorcha para demostrar que no le arredraban las amenazas de tortura del etrusco Porsenna.
Al final el sacrificio de Timónides no servirá para nada porque Cómodo traiciona el pacto con los bárbaros y los ejecuta. Con ellos muere todo un mundo, desde el propio imperio a la Antigüedad, pasando por el sistema económico esclavista, ya que éste resulta menos productivo que con hombres libres, un preludio del colonato y la posterior servidumbre feudal que acabará por imponerse. La espléndida y febril escena final es muy gráfica: Livio consigue derrotar al emperador en duelo personal (no en el circo, como en Gladiator, sino en pleno Foro, en un ring improvisado por los pretorianos con escudos), consiguiendo salvar a Lucila, a la que Cómodo había ordenado matar en la hoguera junto a los germanos (en realidad la desterró a Capri, donde luego la asesinó por conspirar); pero todo se desintegra a su alrededor, con varios generales pujando por comprar la corona.
Ya que se menciona, hay que detenerse un momento en ese Foro porque nunca hubo ni habrá otro igual en la historia del cine. Scott recurrió a las infografías digitales pero Bronston lo construyó de verdad en España (en Las Matas, Madrid), tardando siete meses en tenerlo listo pero convirtiéndolo en el decorado más grande que ha existido jamás (400 x 230 metros), con una treintena de edificios más cientos de estatuas y columnas, con mención especial para una espectacular mano gigante de bronce dotada de una puerta por la que Cómodo hacía apariciones estelares. Algo tan impresionante y costoso (el productor ya había acometido algo parecido con el barrio de las embajadas de 55 días en Pekín) que, al no resultar en taquilla, se sumó a los 20 millones de dólares en pérdidas del filme y, así, el productor experimentó una caída irónicamente equiparable a la del Imperio Romano. Se estaba pasando la época de los grandes peplums y éste, junto con Cleopatra (que es del mismo año y también fue un desastre) fue el canto del cisne.
Como se ve, Roma se recreó en nuestro país, igual que la frontera del Danubio se repartió entre la Sierra de Guadarrama y Navacerrada. Buena parte del equipo de rodaje era veterano de las producciones hollywoodienses históricas (Dimitri Tiomkin en la música, Veniero Colasanti y John Moore en la dirección artística, Robert Lawrence en el montaje, Robert Kraske en la fotografía…) pero otra parte era española (Cecilio Paniagua en la segunda unidad, Magdalena Paradell como ayudante de montaje). Aunque no a todos les gustó la vieja piel de toro: Alec Guinness, por ejemplo, se quejaba de todo, desde el frío a la comida pasando por la dictadura franquista; hasta su papel criticó, cambiando el guión para moldearlo a su gusto (algo que, por cierto, resultó acertado porque su Marco Aurelio es lo mejor de la película).
Volviendo al asunto de la historicidad, y partiendo del hecho de que es una película americana de los sesenta y, por tanto, debía atenerse a unos códigos comerciales, lo cierto es que resulta bastante digna. Más creíble que Gladiator, por ejemplo. La clave está en que el guionista, el excelso Philip Yordan (autor también de Dillinger -por el que ganó un Óscar- y Johnny Guitar, antes de ser perseguido por el maccarthismo y exiliarse en España, donde escribió para Bronston Rey de reyes, 55 días en Pekín y El fabuloso mundo del circo), se basó en la obra Historia del declive y caída del Imperio Romano, de Edward Gibbon y dotó al guión de unos diálogos magníficos, con un tono solemne inspirado en Shakespeare que, además y por una vez, se olvidaba del cristianismo.
No obstante, «La caída del Imperio Romano» se toma algunas licencias. Por ejemplo, hoy sabemos que Marco Aurelio no murió envenenado sino de peste; pero hubiera sido imperdonable perderse la escena de la manzana emponzoñada, deliberadamente iluminada en siniestro tono verdoso y ofrecida arteramente al emperador por un adivino ciego, interpretado por Mel Ferrer, de forma muy similar a lo que ocurre en Blancanieves. Tampoco Cómodo murió luchando con un simple general, evidentemente, sino que fue estrangulado en una bañera de su propio palacio por un gladiador (en la película, un gladiador es su verdadero padre) a sueldo de su amante y de los pretorianos. Y éstos no subastaron el imperio sino que eligieron sucesor al senador Pértinax (al que asesinaron poco después y entonces sí ofrecieron el trono al mejor postor).
En suma, La caída del Imperio Romano no resultó por ser atípica. Por obviar la presencia de cristianos en un género en el que el público esperaba verlos; por narrar un argumento desasosegante, con un final en el que, si bien se salvan los protagonistas, lo hacen en un contexto de decadencia; porque le faltó una estrella de primera fila asumiendo el rol principal; y, sobre todo, porque el tono general es pesimista (y eso no le suele gustar al público mayoritario.
Artículo escrito por Jorge Álvarez, licenciado en Historia.
Jorge Álvarez es licenciado en Historia y diplomado en Archivística y Biblioteconomía. Fue fundador y director de la revista Apuntes (2002-2005), creador del blog “El Viajero Incidental”, y bloguero de viajes y turismo desde 2009 en “Viajeros”. Además, es editor de “La Brújula Verde”. Forma parte del equipo de editores de Tylium.