Artículo sobre «Sinuhé el egipcio» escrito por Jorge Álvarez, licenciado en Historia.
Crítica de «Sinuhé el egipcio»
“Aquel que ha probado las aguas del Nilo no saciará su sed en otros ríos”. Esta frase pomposa (e irrepetible, pues hoy el agua del Nilo está contaminada) que dice Sinuhé cuando le preguntan por qué ha regresado a Egipto tras su largo exilio, es una perfecta muestra del estilo de diálogos que antes tenían los guiones del cine de época y que tan creíbles volvían las escenas (algo que, por cierto, también se ha perdido actualmente) aunque en la vida real probablemente no hablasen así.
Y esto viene al caso porque Sinuhé el egipcio, producción americana de 1954, no es exactamente una idea original sino la adaptación de la exitosa novela homónima del finlandés Mika Waltari, a su vez inspirada en un auténtico texto del antiguo Egipto, la Historia de Sinuhé.
Ésta, que se encuentra en dos de los papiros de Berlín (el 10.499 y el 3.022) y está narrada en primera persona, se desarrolla en el siglo XIV a.C. y cuenta las aventuras del tesorero real del faraón Sesostris I, que tiene que exiliarse por no haber podido advertir a su señor de una conspiración, regresando años después rico y perdonado para morir en su tierra. Waltari trasladó la acción a una época posterior, a los tiempos de Amenhotep IV (también llamado Amenofis), quien cambió su nombre por Akenatón y lideró una especie de revolución religiosa y artística. Tiempos convulsos que, por eso, daban más juego al asunto.
El Sinuhé fílmico, interpretado por un novato Edmund Purdom después de que Marlon Brando rechazara el papel por preferir el de Napoleón en Desirée, es un médico que intenta seguir los pasos de su padre y dedicarse a curar a la gente pobre. En realidad no es su padre sino su padrastro, ya que le encontró abandonado, flotando en el Nilo en una cuna de papiro, una situación que la película justifica como algo habitual en la época pero que recuerda inevitablemente la historia de Moisés. Como veremos más adelante, no se trata de algo casual porque todo el film está orientado hacia un mensaje final de exaltación religiosa, y no precisamente del panteón egipcio.
Sinuhé y su amigo Horemheb (el inevitable Víctor Mature) salvan la vida del faraón cuando éste, rezando absorto en medio del desierto, está a punto de ser atacado por un león que ellos intentaban cazar. De esa forma, el primero se gana el convertirse en médico de palacio mientras el segundo accede a un cargo militar que antes le estaba vedado por su baja extracción social.
Pero Sinuhé conoce a Nefer (papel que le iban a dar a Marilyn Monroe pero el productor, Darryl Zanuck, impuso a su novia, Bella Davi), una prostituta -babilonia, cómo no- que le absorbe el seso y no sólo le roba todos sus bienes sino que le distrae de sus obligaciones, por lo que muere la hija del faraón. Sinuhé cae así en desgracia y marcha al exilio acompañado de su criado Kaptah (Peter Ustinov en uno de sus típicos papeles de bribón gracioso).
Como en la historia original, el galeno se hace rico. Tras hacerle a un jefe hitita una difícil cura (una trepanación, técnica aprendida de su padre primero y perfeccionada después en la llamada Casa de la Vida, una especie de facultad de medicina; por cierto, que en su particular descenso a los infiernos también conocerá la Casa de la Muerte, donde se embalsama a los pobres).
Tras hacerle esa cura, decía, descubre que el ejército de Hatti se dispone a invadir Egipto y cuenta para ello con un arma inédita: el hierro de sus espadas, mucho más resistente que el cobre usado en el país del Nilo. Así que vuelve a su patria para advertir al faraón, se enamora por fin de la tabernera que ignoraba hasta entonces (Jean Simmons) y se ve envuelto en una serie de intrigas palaciegas, con la hermana de Akenatón y el propio Horenheb ofreciéndole envenenar al mandatario para dotar a Egipto de un gobierno fuerte capaz de enfrentarse al peligro exterior.
Hagamos un inciso para aclarar que Akenatón descuidó totalmente su política exterior, centrado en establecer una especie de religión nueva en la que colocaba a Atón, disco solar, por encima de los demás dioses (de paso también cambió los cánones artísticos, sustituyendo la rigidez y el esquematismo por cierta naturalidad) y fundar una nueva capital en Tell-el-Amarna, en detrimento de Tebas. Una iniciativa interpretada hoy de muy diversas formas: resentimiento contra su padre, Amenofis III, durante el cual Egipto vivió su momento de mayor esplendor; una enfermedad que alteró su percepción de las cosas; ambas cosas combinadas…
Probablemente la razón de fondo fuera poner coto al poder cada vez mayor del clero de Amón; en eso, Sinuhé el egipcio se parece a Faraón y, de hecho, tras la muerte de este rey y salvando el período transicional de Semenkare, un jovencísimo faraón menor de edad anuló el culto a Atón para reponer en su sitio la primacía de Amón: se llamaba Tutankamón.
Pero la tesis de la película sobre Akenatón es más espiritual: sería un místico y pacifista (de ahí la amenaza hitita) precursor del cristianismo. Así se deduce no sólo de las escena en la que él mismo dice de Atón que “algún día, cuando lo crea oportuno, hablará y la Humanidad entenderá sus palabras”; o en el rótulo final, que nos recuerda que “todo esto ocurrió trece siglos antes del nacimiento de Jesucristo”. Si a ello le sumamos el mencionado nacimiento mosaico de Sinuhé, nos queda claro un mensaje apostólico; completamente anacrónico pero con un punto de gracia.
Volviendo al argumento, el país está en guerra civil. Lo adoradores de Atón son exterminados entre cánticos, en una escena que recuerda bastante las matanzas romanas de cristianos, y Sinuhé acepta dar veneno a Akenatón, pues éste mismo lo había insinuado al ver acercarse el fin de su sueño. Para rizar el rizo, el protagonista descubre que en realidad también es hijo de Amenofis III, hermano por tanto de Akenatón, de ahí la oferta de la princesa Baketamón (Gene Tierney) de casarse con él y reinar juntos.
Pero Sinuhé la rechaza y el enlace matrimonial será con Horemheb, que pasa así de ser hijo de un despreciable fabricante de quesos (la verdad es que no se sabe su verdadero origen) a asumir el trono y pasar a la posteridad como hombre fuerte de aquellos tiempos. Lo cierto es que, como decía antes, a Horemheb le precedieron Semenkare, Tutankamón y el visir Ay. Él mismo, al fallecer sin descendencia, la pasó el testigo a otro general, Ramsés, que sería el primero de una larga dinastía (la XIX).
Rodada en Cinemascope bajo la dirección de Michael Curtiz (sí, el de Casablanca, que al igual que en ésta y en casi toda su filmografía parece preferir las escenas intimistas a las de masas), pese a lo que cabía temerse, no es la película en que peor se representa el antiguo Egipto ni mucho menos; valga como prueba el que ilustres egiptólogos de su tiempo la avalaran, aunque tampoco es Faraón, claro…
A muchos les chirrían los decorados (reutilizados luego en Los diez mandamientos) que muestran las pirámides de Giza impolutas y blancas (hasta les ponen el piramidión de oro) pero es que su imagen real entonces se acercaría más a esa que a la actual. El vestuario sí es menos creíble, con el típico toque kistch de Hollywood..
En cambio, hay detalles de ésos que satisfacen a los aficionados a la Historia: la mano del protagonista escribiendo en hierático de derecha a izquierda, el trineo y los rodillos de madera usados en el arrastre de un gran bloque de piedra, los sacerdotes adornados con pieles de leopardo y con la cabeza rapada (se depilaban el cuerpo íntegramente cada día), la tensión con los hititas, la citada alusión al uso del cobre en la fabricación de armas y herramientas, la insólita aparición de guerreros sherden con sus característicos cascos de cuernos… Hasta Nefertiti se parece a su célebre busto; lástima que apenas le den cancha.
Artículo escrito por Jorge Álvarez, licenciado en Historia.
Jorge Álvarez es licenciado en Historia y diplomado en Archivística y Biblioteconomía. Fue fundador y director de la revista Apuntes (2002-2005), creador del blog “El Viajero Incidental”, y bloguero de viajes y turismo desde 2009 en “Viajeros”. Además, es editor de “La Brújula Verde”. Forma parte del equipo de editores de Tylium.