Artículo escrito por Jorge Álvarez, licenciado en Historia.
Aunque parezca raro, hubo una época en que algo tan sucio e inhumano como la guerra conservaba ciertas costumbres caballerescas, cierto respeto por el enemigo, al que se combatía pero se admiraba e incluso se brindaba por él después de cada batalla. Hay una curiosa escena en ese sentido en El Barón Rojo (Von Richtofen and Brown, Roger Croman, 1971), cuando, durante la I Guerra Mundial, los pilotos de la fuerza aérea británica (que aún no era la RAF, pues se fundó a mediados del conflicto, en 1918) levantan sus copas al regresar del duro combate diario con sus homólogos alemanes. El oficial al mando señala que es una forma de seguir siendo humanos y no caer en el salvajismo, pero tiene que enfrentarse a las primeras voces discordantes. Realmente se acercaba un cambio radical. En general, los historiadores están de acuerdo en que, más allá de las fechas, que no dejan de ser un convencionalismo para aclararnos, el siglo XIX no terminó hasta la Gran Guerra. Fue durante esos tres años cuando se transformaron los conceptos, cuando la población civil pasó a convertirse en objetivo, cuando las tensiones socioeconómicas estallaron en forma de revolución y cuando la tecnología dio un paso de gigante, movida por el estímulo bélico, como siempre.
La lucha en el aire se estrenaba. Apenas hacía una década que los hermanos Wright habían conquistado el cielo con el primer vuelo controlado y los pioneros ya competían por batir récords deportivos,. Sin embargo, los cielos franceses se abrieron a un nuevo uso de aquellas pintorescas máquinas, por entonces fabricadas con un armazón de madera recubierto de tela al que se añadían un motor, unas ruedas y una ametralladora. Durante media guerra, esos aviones salían cada mañana a enfrentarse con el adversario en una especie de duelo rutinario en el que se iban forjando los primeros ases.
El más destacado fue Manfred von Richtofen, cuyo alias es el título elegido por Roger Corman para la película que rodó en 1971. Era un joven aristócrata alemán (en realidad de Silesia, actualmente territorio polaco) que, siguiendo la tradición familiar, empezó en caballería, donde llegó a ganar la Cruz de Hierro. Pero ese cuerpo no tenía mucho trabajo en una guerra de trincheras y el aburrimiento le hizo pasarse a la aviación, un arma nueva que al principio apenas reunía a unos cientos de pilotos. Von Richtofen resultó ser un genio en ese campo, pese a que en la academia no destacó precisamente. De hecho, el film empieza con el protagonista aterrizando de forma algo torpe y, poco a poco, perfecciona su técnica gracias a los consejos de su jefe de escuadrilla, algo explicado en un espléndido montaje de un minuto que en una película actual hubiera ocupado veinte tan explícitos como pesados; gajes de haberse perdido completamente el arte de la síntesis y de la elipsis cinematográfica.
El caso es que Von Richtofen, al que interpreta carismáticamente el actor americano John Philip Law, descubrió su elemento. No sólo como soldado sino algo más. Como responde él mismo a su superior cuando éste, el legendario as Oswald Boelcker, le recrimina su exceso de riesgo y le pregunta si quiere vivir para siempre: “Cada momento que estoy en el aire con este Albatros en mis manos es siempre”. Ahora bien, se hallan en plena guerra y él mismo matiza en otra escena: “Volar es maravilloso. Pero es la caza la que me satisface”. Algo subrayado más adelante con una hermosa y metafórica imagen de cetrería. Y es que el Barón Rojo obtuvo nada menos ochenta victorias, superando el récord de cuarenta que tenía Boelcke y derribando en una de ellas al británico Lanoe Hawker, otro genio pionero.
Todo ello le convirtió en una celebridad hasta el punto de que el mismísimo káiser Guillermo le condecoró en persona y su apodo se popularizó también en el bando contrario. Por cierto, dicho mote se debía al color que adoptó para su avión, siguiendo al pie de la letra las órdenes del alto mando de pintar los aparatos de colores para hacerlos menos visibles; los pilotos de su escuadrilla -recibió el mando en 197, tras caer su maestro- consideraron indigno camuflarse y le dieron la vuelta a la tortilla escogiendo los tonos más chillones que encontraron. Así, la escuadrilla Jasta 11 pasó a ser conocida como el Circo Volante por la estrambótica apariencia que presentaban los catorce aeroplanos que, desde luego, no pasaban desapercibidos.
Von Richtofen pilotaba un biplano Albatros, que fue con el que consiguió más victorias si bien su imagen más iconográfica es a los mandos de un triplano Fokker, que en la película le entrega el propio fabricante. El Fokker era un prodigio de maniobrabilidad y le permitió encabezar a un puñado de auténticos maestros en el que fue el primer ala de caza de la Historia, con un total global de 644 derribos y sólo 56 bajas. La intensidad de esos combates quedó plasmada en la película gracias a las espectaculares escenas rodadas con la colaboración de la Fuerza Aérea Irlandesa, apoyadas en la banda sonora de Hugo Friedhofer. Pero se avecinaba el final de una era. Y aunque, durante una convalecencia en la mansión familiar, su padre le insiste una y otra vez en que la guerra terminará y todo volverá a ser como antes, la genialidad de Corman se encarga de contrastar ese optimismo con un montaje paralelo en el que se muestra el ataque británico al aeródromo que preconiza la muerte de la caballerosidad en el frente. Es cierto que la chispa la enciende un obcecado Herman Göering (el jerarca nazi que luego sería jefe de la Luftwaffe volaba a las órdenes del Barón Rojo y en el film es, en cierta forma, el causante de todo al ametrallar a un piloto indefenso), mas, en el otro bando ejerce un papel similar el recién llegado canadiense Arthur Roy Brown, a quien ese quijotismo entre los dos bando le parece hipócrita.
A partir de ahí, rota la baraja, el tono de la película se va volviendo pesimista. El espléndido guión de John William Corrington y Joyce H. Corrington va preparando al espectador para el fatal desenlace. Los aviones pierden ese aura mágica que parecían tener al principio al llegar a la base en camiones, desmontados, como una mercancía cualquiera; el carácter de Von Richtofen se agria y se vuelve más temerario y más cínico: “Todos somos el siguiente” dice en nihilista referencia sobre quién será derribado en el próximo enfrentamiento. Ya no es el juego de coger en vez de dar que declaraba al comienzo, metaforizando una partida de billar. Y la manía -presentada aquí más como una travesura que otra cosa- de aterrizar junto al enemigo derribado para quedarse con algo suyo como trofeo se diluye, como también se le ve abandonar su costumbre de coleccionar de copas de plata (una por cada victoria) cuando el orfebre le dice que se ha agotado el metal precioso y debe hacerlas de estaño.
Sí, los tiempos cambian, la guerra se pierde, los mandos se trasladan a Suiza y se pisa el umbral del siglo XX pero de verdad. El Circo Volante despega para su misión más trágica, que culmina con la muerte del Barón Rojo a manos del agrio Brown (que no sale muy bien parado en el guión, la verdad, con un carácter bastante antipático). Según otra versión, fue un soldado de infantería australiano el que disparó la bala que le destrozó el pecho al as alemán en pleno vuelo; versión que alcanza su cota más estrambótica con la teoría de que, encima, el aussie estaba borracho. El mítico piloto germano tenía 25 años. Le enterraron en suelo francés y con honores: su ataúd fue llevado a hombros por miembros de la RAF y se dispararon salvas.
En cuanto a la película en sí, fue la antepenúltima de Roger Corman como director y, para muchos, su mejor creación. Algo paradójico porque se había labrado un nombre dirigiendo films de serie B con presupuestos de risa y siempre dando beneficios, como él mismo resaltaba (incluso escribió un libro titulado así, Cómo hice más de cien filmes y nunca perdí un centavo). Aquí cambiaba de registro, abandonando el género fantástico (del que destacan las adaptaciones que hizo sobre Edgar Alan Poe) y salió adelante con nota. No podía ser de otra forma en alguien que, como productor, dio su primera oportunidad a directores como Francisc Ford Coppola, Martin Scorsesse, Ron Howard, Jonathan Demme o James Cameron, y actores como Jack Nicholson, Dennis Hopper y Robert DeNiro.
Artículo escrito por Jorge Álvarez, licenciado en Historia.
Jorge Álvarez es licenciado en Historia y diplomado en Archivística y Biblioteconomía. Fue fundador y director de la revista Apuntes (2002-2005), creador del blog “El Viajero Incidental”, y bloguero de viajes y turismo desde 2009 en “Viajeros”. Además, es editor de “La Brújula Verde”. Forma parte del equipo de editores de Tylium.