Artículo sobre El nombre de la rosa escrito por Jorge Álvarez, licenciado en Historia.
En su libro Apostillas a El nombre de la rosa, Umberto Eco explica que el primer título que manejó para su célebre novela fue La abadía del crimen pero que lo descartó porque centraba demasiado la atención en la parte policíaca de la trama en detrimento de lo demás. Y es cierto que en esa obra la investigación de los asesinatos de los miembros de una comunidad benedictina sólo constituye una parte de un todo bastante más amplio y ambicioso mediante el cual el autor nos presenta un fresco de la Edad Media en casi todos sus aspectos teóricos: arte, filosofía, religión…
Sin embargo, cuando en 1986 Jean Jacques Annaud se pone manos a la obra en adaptar El nombre de la rosa al cine (después de cuatro años de preparación previa) invierte esas prioridades, primando el argumento del monje detective sobre los otros, cuya plasmación en la pantalla no sólo sería muy complicada sino que además resultaría farragosa de ver al espectador. Así que el director francés y sus cuatro guionistas (Andrew Birkin, Gérrad Brach, Howard Franklin y Alain Godard) se esmeraron en escribir un libreto que, podando todo aquello que pudiera ser accesorio para el desarrollo de la intriga, hiciera sentir al público la sensación de estar asistiendo a un caso de Sherlock Holmes con el protagonista vistiendo hábito en vez de manferlán.
La referencia al personaje más exitoso de Arthur Conan Doyle no es gratuita. El monje en cuestión se llama Guillermo de Baskerville, apellido que remite a uno de los relatos más brillantes del escritor escocés, y llega a la abadía del crimen -permítaseme la broma- acompañado del novicio Adso de Melk, que es el narrador de la historia, tal cual pasaba con el doctor Watson en los relatos holmesianos (incluso el nombre suena parecido). Por si queda alguna duda, cuando Guillermo hace su primera deducción lógica sobre la muerte de uno de los frailes, lo apostilla diciendo “Elemental”, expresión que ya se liga inconscientemente al detective británico.
Es el año 1327 y el cenobio se dispone a acoger un debate teológico en el que se va tratar un interesante tema que puede resultar chocante a ojos actuales pero que en otros tiempos no lo era tanto, pues a menudo la ortodoxia de la fe dependió de la decisión sobre asuntos parecidos; se trata de una triple cuestión en la que las dos primeras preguntas que se formulan, relacionadas, son: ¿era Jesús dueño de las ropas que vestía? ¿Poseía un bolso para el dinero? El enunciado parece cómico pero implica algo de mayor trascendencia terrena, pues de ello depende la justificación de la acumulación de riquezas por parte de la Iglesia; los participantes son dominicos y franciscanos, inclinándose los primeros por el sí para mayor gloria de Dios y los segundos por el no abogando en favor de la pobreza. El enfrentamiento dialéctico irá en aumento a medida que pasen los días y se ponga de manifiesto que hay un asesino en el complejo y que las dos órdenes no tienen precisamente una buena relación, intelectualmente profundos y rigoristas los de Santo Domingo (los perros de Dios los llamarían más adelante), sencillos y populares los de San Francisco.
De hecho, esto es lo que verdaderamente otorga carácter histórico a esta película, ya que si bien es un argumento inventado, está inspirado en unos sucesos verídicos acaecidos en Perugia en 1322, cuando los franciscanos enunciaron que Jesús y los Apóstoles vivían en la pobreza absoluta y al año siguiente el papa Juan XXII decretó herética esa propuesta mediante la bula Cum inter nonnullos, argumentando que Judas tenía una bolsa donde llevaba el dinero del grupo. En la película se exagera un poco la iconografía mostrando a los dominicos orondos e impolutos frente a los franciscanos, enjutos y andrajosos. Resulta especialmente significativa la escena en que los monjes arrojan las sobras y restos de la comida por una ventana para que los míseros campesinos corran a recogerla. En ese sentido, cabe recordar que, a pesar de que el símbolo iconográfico clásico de los monasterios es el scriptorium, es decir, la sala donde los monjes copiaban los libros, la función principal del cenobio consistía en regir las tierras de las que era propietaria y que no se limitaban al recinto, ya que generalmente poseía grandes extensiones y recibía tributos de muchos arrendatarios y siervos.
Artículo escrito por Jorge Álvarez, licenciado en Historia.
Para saber más
Crítica de “El nombre de la rosa” (II)
Jorge Álvarez es licenciado en Historia y diplomado en Archivística y Biblioteconomía. Fue fundador y director de la revista Apuntes (2002-2005), creador del blog “El Viajero Incidental”, y bloguero de viajes y turismo desde 2009 en “Viajeros”. Además, es editor de “La Brújula Verde”. Forma parte del equipo de editores de Tylium.