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CRÍTICA DE «LA NOCHE DE LOS LÁPICES»

Fragmento de un artículo publicado originalmente por Sergio Alejandro Chifflet en el blog El Kronoscopio el día 16/09/2016. Puedes acceder al artículo completo a través de este enlace.

La película circula mucho por dos veredas. La del horror y la del sentimentalismo. La del horror obviamente reflejado en las gráficas escenas de tortura y abuso por parte del ejército. Todas ellas desarrolladas sin ninguna clase de pudor, pero también sin efectismos, sin caer en el morbo innecesario, mostrando solamente lo indispensable, para hacernos ver la barbarie a la que estos chicos fueron sometidos. El lado sentimental de la película va por las escenas en que a todos ellos se los ve juntos, compartiendo su encierro, compartiendo el miedo y la miseria de su cautiverio. Así como también las desesperadas secuencias en que la familia de Claudia trata de dar con su paradero. Remarcables y estremecedoras son las secuencias en que los prisioneros cantan canciones de Sui Generis (“Canción para mi muerte”, primero y “Rasguña las piedras”, después) no sólo por el contexto en el que se desarrollan, sino también por el manejo del montaje y de los tiros de cámara por parte del director.

Una de esas cintas que son indispensable, sobre todo para poder conocer un poco más de la historia de esta Latinoamérica tan dañada por las cicatrices aún latentes de nuestro pasado. Porque es más que necesario revisar nuestro pasado, para no cometer los mismo errores en el futuro. El mundo debe saber qué barbaridades han sido capaces de llevar a cabo algunos gobiernos, y es por ello que no se puede dejar pasar la ocasión de ver una película como ésta, basada en hechos reales, que por supuesto, tiene algunos pequeños cambios por motivos argumentales que no alteran el espíritu ni la veracidad de lo acontecido.

Escena de la película

La Historia

El 16 de septiembre de 1976 diez estudiantes secundarios de la Escuela Normal Nº 3 de la Plata son secuestrados tras participar en una campaña por el boleto estudiantil. Tenían entre 14 y 19 años. El operativo fue realizado por el Batallón 601 del Servicio de Inteligencia del Ejército y la Policía de la Provincia de Buenos Aires, dirigida en ese entonces por el general Ramón Camps, que calificó al suceso como lucha contra «el accionar subversivo en las escuelas». La crueldad no tenía límites en aquella Argentina ocupada de 1976 y esto estaba lejos de ser un defecto para los usurpadores del poder y sus socios civiles. Era para ellos una de sus virtudes aquella decisión “inclaudicable” de reorganizarnos, de llevarnos por la “senda de grandeza”, aquellos “objetivos sin plazos”,  “el tiempo y esfuerzo, esenciales para cualquier logro”, el “achicar el Estado es agrandar la Nación” y todo esa palabrería hueca que escondía el vaciamiento del país y la peor matanza de la historia argentina. Aquella matanza contó con el aval explícito del Departamento de Estado de los Estados Unidos, como lo recordaba el ex embajador en nuestro país Robert Hill:
“Cuando Henry Kissinger llegó a la Conferencia de Ejércitos Americanos de Santiago de Chile, los generales argentinos estaban nerviosos ante la posibilidad de que los Estados Unidos les llamaran la atención sobre la situación de los derechos humanos. Pero Kissinger se limitó a decirle al canciller de la dictadura, almirante César Guzzetti, que el régimen debía resolver el problema antes de que el Congreso norteamericano reanudara sus sesiones en 1977. A buen entendedor, pocas palabras. El secretario de Estado Kissinger les dio luz verde para que continuaran con su ‘guerra sucia’. En el lapso de tres semanas empezó una ola de ejecuciones en masa. Centenares de detenidos fueron asesinados. Para fin del año 1976 había millares de muertos y desaparecidos más. Los militares ya no darían marcha atrás. Tenían las manos demasiado empapadas de sangre”.
Otra de las escenas de la película
El general-presidente Jorge Rafael Videla quiso convertir aquella masacre en una incógnita declarando que el desaparecido “no tiene entidad, no está ni muerto ni vivo, está desparecido”. La elección de la palabra no es aleatoria, es perversa en boca del verdugo, que no tenía ninguna duda sobre el destino de los prisioneros políticos y exhibía en público el terrible método elegido para atormentar aún más a los familiares: crear la incógnita sobre el destino de su ser querido. Aquel desconocimiento era parcial porque el horizonte del grupo familiar que sufría la pérdida era dramático y no era tan incógnito el destino sufrido por la víctima como conocer el lugar de detención y poder saber si seguía con vida. Sobre el resto no había incógnitas, había certezas, dolor, soledad y búsqueda incesante. En aquel panorama la represión en los colegios secundarios fue muy dura, y apuntó a terminar con el alto nivel de participación política de los jóvenes en los centros de estudiantes y en las agrupaciones políticas. Las invitaciones a vigilar y castigar pasaban de la conferencia de prensa a la sala de torturas y a la muerte. Muchos colegios secundarios del país tienen hoy placas conmemorativas de sus alumnos desaparecidos.
Cartel de la película «La noche de los lápices»

Fragmento de un artículo publicado originalmente por Sergio Alejandro Chifflet en el blog El Kronoscopio el día 16/09/2016. Puedes acceder al artículo completo a través de este enlace.

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