Artículo escrito por Jorge Álvarez, licenciado en Historia.
Algo tan sencillo como Steve McQueen huyendo en una moto al ritmo de la inmortal sintonía de Elmer Bernstein basta para haber conseguido una de esa imágenes icónicas del cine y dejar en nuestra mente el recuerdo de una película entretenida, divertida, amena y entrañable a partes iguales, una de esas obras clásicas, quizá no maestras pero sí tremendamente eficaces, que antes nos facilitaba Hollywood de la mano de competentísimos artesanos, de los que no tienen pretensiones de genialidad y, por eso mismo, a menudo trascienden su condición y alcanzan el Olimpo.
John Sturges fue uno de ellos, tal como demuestra un currículum en el que figuran títulos tan apreciables como Conspiración de silencio (por la que fue nominado al Óscar a la mejor dirección), Duelo de titanes, El último tren a Gun Hill, Ha llegado el águila y, sobre todo, Los siete magníficos. En varios, en los westerns fundamentalmente, contó con la colaboración del citado Bernstein. Pero Sturges también brilló en el género bélico, pues no en vano había empezado su carrera dirigiendo documentales para el ejército de EEUU.
En ese sentido, su filme más redondo es La gran evasión (The great escape, 1963), que es una hábil combinación, en sus dosis perfectas, de acción, aventuras e historia. Historia porque los hechos que cuenta ocurrieron realmente, aunque el guión de W.R. Burnett y James Clavell (este último autor de una docena de libretos como La mosca, Escuadrón 633 o El último valle, película que también dirigió, además de una labor como novelista de la que destaca Shogun, llevada a la televisión por él mismo en forma de serie, y como traductor de, entre otros, El arte de la guerra de Sun Tzu) los cambia ligeramente para dar a la trama un tono más vivo y humano.
Su montaje dinámico, espléndido, que facilita el relato marcando un ritmo perfecto sin confundirlo con la aceleración descerebrada del cine actual, y cuyo responsable, Ferris Webster, se ganó la única nominación al Óscar del film (aunque sí fue finalista al Globo de Oro a la Mejor Película), se combina en la parte técnica con la atractiva fotografía típicamente sesentera de Daniel Fapp y Walter Rimi. En lo artístico, mereciendo capítulo aparte la música de Bernstein, la ya mencionada eficaz dirección de Sturges potencia, como siempre, a un extraordinario elenco de actores, donde las estrellas se integran perfectamente con los secundarios de lujo repartiéndose el protagonismo de la forma coral que requiere el argumento.
Éste se basa en una novela previa de Paul Brickhill titulada 1944 Stalag Luft III. Brickhill era un escritor australiano especializado en la Segunda Guerra Mundial, conflicto que había vivido en primera persona: en 1943 el Spitfire que pilotaba fue derribado y terminó prisionero en un campo de concentración alemán para aviadores. Esa experiencia la plasmó en la novela mencionada. Pero el Stalag Luft III no fue un campo cualquiera. Tras sus alambradas se desarrolló una auténtica aventura: una fuga masiva.
Aquella evasión ocurrió, en parte, por el benigno régimen carcelario del campo, que al estar destinado a oficiales de aviación -de la RAF y de EEUU- no dependía de la Gestapo ni de las SS sino de la Luftwaffe. Por tanto, la seguridad no era tan estricta y además los presos estaban bien alimentados y en correctas condiciones físicas. El hecho de pertenecer a las fuerzas aéreas era otro elemento a considerar, pues las estadísticas indican que eran los que acumulaban más intentos de fuga. Los alemanes supusieron que juntarlos a todos en el mismo sitio ayudaría a mantenerlos controlados. Se equivocaron y en la película eso queda patente con las sucesivas tentativas del capitán Virgil Hilts (Steve McQueen), que siempre termina dando con sus huesos en la nevera, el calabozo de castigo, con la única compañía de su pelota y su guante de béisbol.
Esos intentos le parecen tan voluntariosos como estériles al comandante Roger Bartlett (un Richard Attemborough antes de ser nombrado sir… y antes de su éxito jurásico), que decide canalizar el esfuerzo de todos en aras del bien común: propiciar la huida de un número grande de prisioneros. Bartlett existió realmente -aunque se apellidaba Bushell- y fue el director de un comité que diseñó el ambicioso plan de excavar simultáneamente tres túneles, a los que dieron nombres (Tom, Dick y Harry) para despistar a los guardianes. Con el fin de evitar esas sospechas también se llevaron a cabo fugas individuales.
A lo largo de los 168 minutos del film, Sturges nos muestra, con ese dinámico estilo típico de los años sesenta, cómo se las arreglan los prisioneros para sacar la arena (en sacos dentro de los pantalones), amortiguar los ruidos subterráneos (haciendo gimnasia sobre un plinto colocado encima) o moverse por las decenas de metros de longitud de cada túnel (sobre una improvisada carretilla) sin que los alemanes se enteren. Paralelamente, vamos conociendo a los personajes: el teniente Hendley (James Garner), encargado de conseguir cuanto objeto se necesita; Danny Velinski (Charles Bronson), capaz de superar su claustrofobia para excavar si con ello consigue la libertad; Louis Sedgwick (James Coburn), una especie de ingeniero no titulado que diseña el sistema de aireación de los túneles; Colin Blythe (Donald Pleasance), falsificador de documentos pese a su creciente miopía; etc.
Uno de los túneles fue descubierto y el comité se centró en los otros dos. Por fin, la noche del 24 de marzo de 1944 se llevó a cabo la gran evasión. Hilts se había dejado atrapar en una de sus fugas para poder informar a sus compañeros de los horarios de trenes (interesaba el que iba abarrotado de trabajadores y soldados de permiso de fin de semana), aparte de que la luna nueva propiciaría oscuridad. Pero el túnel se quedaba corto y obligaba a recorrer los 6 últimos metros por la superficie hasta el bosque; ya habían salido 76 de los 200 prisioneros previstos, cuando los alemanes se percataron y sonaron las alarmas. La Gestapo se movilizó para capturar a los fugitivos. Uno a uno fueron cayendo. La mayoría terminaron fusilados in situ mientras que otros morían abatidos en plena carrera a la desesperada. Sólo tres lograron su objetivo, llegando al Báltico remando (en la película el personaje de Bronson) o a la neutral España con la ayuda de la Resistencia Francesa (Coburn); en la vida real fueron Eric Williams, Michael Codner y Oliver Philpot. De los demás, medio centenar dejaron sus vidas en el intento y el resto volvió a prisión, aunque por unos días consiguieron obligar a la Wehrmacht a emplear en su busca miles de hombres que hubieran sido muy útiles en el frente.
Pero no es posible terminar estas líneas sin recordar a Hilts-McQueen que se hace con una moto y, a todo gas por las verdes praderas alpinas, intenta alcanzar la frontera suiza ( escena, por cierto, que ideó el propio actor) En el último momento las alambradas se lo impiden y es apresado, volviendo al campo como Rey de la Nevera que es. Eso sí, con su pelota y su guante.
Artículo escrito por Jorge Álvarez, licenciado en Historia.
Jorge Álvarez es licenciado en Historia y diplomado en Archivística y Biblioteconomía. Fue fundador y director de la revista Apuntes (2002-2005), creador del blog “El Viajero Incidental”, y bloguero de viajes y turismo desde 2009 en “Viajeros”. Además, es editor de “La Brújula Verde”. Forma parte del equipo de editores de Tylium.