Artículo escrito por Luis Galan Campos, doctorando en historia medieval
Introducción
La batalla de las Navas de Tolosa (16 de julio de 1212), también llamada en las fuentes árabes Al-Qutab («la batalla del castigo»), es uno de los episodios mejor recordados de la Edad Media. Se la conoce como “el principio del fin de Al-Ándalus” porque cambió totalmente el equilibrio de fuerzas en suelo ibérico. Tras la victoria, mientras que los reinos cristianos protagonizaron una expansión sin precedentes, los territorios musulmanes se redujeron al emirato de Granada nacido en 1238, que sería el último capítulo de la historia andalusí.
Esto conllevó a que se convirtiera en un hecho central de la memoria de la monarquía castellana y, desde el siglo XIX, del recién creado nacionalismo español por ser considerado un “momento fundador” de la nación española. Sin embargo, esta visión nacionalista ha sido superada por nuevos estudios centrados en la expansión cristiana por la cuenca mediterránea en los siglos XII y XIII al calor de las cruzadas.
La península y el Mediterráneo en el siglo XII
El siglo XII fue el gran siglo de las cruzadas. Estas fueron los grandes movimientos y campañas cristianas europeas contra los países musulmanes y los márgenes de Europa en defensa de la fe. Aunque el concepto de cruzada continuaría su evolución, en el siglo XII tuvo como focos principales Tierra Santa y la Península Ibérica.
A principios de esta centuria los cruzados habían conquistado algunos territorios en Levante (entre ellos el reino de Jerusalén), aprovechándose de la debilidad del califato y la división de los príncipes musulmanes. Pero, a partir de 1145, el guerrero turco Zengi consiguió unirlos enarbolando la bandera de la yihad contra los cristianos europeos. Su estela fue seguida por su hijo Nur-al-Din y el lugarteniente de este, Saladino.
Al otro lado del Mediterráneo, el Imperio Almorávide, que se extendía por la Península Ibérica y el Magreb, empezó a sucumbir a manos de un nuevo poder surgido en el norte de África, los almohades. Los al-muwaḥḥidun o almohades («los que creen en la unidad de Dios») eran los seguidores del predicador Ibn Tumart, practicantes de un islam integrista que preconiza también la yihad.
Tanto en occidente como en oriente esta resurrección de la yihad se puede leer como una reacción, que apelaba a la unidad de los musulmanes, contra la cruzada cristiana que atentaba contra su hegemonía en el Mediterráneo. Es por ello que los príncipes almohades tomaron el título de amir-al-mu’minin (“príncipe de los que creen”) que imitaba el de los califas de Bagdad. Este califato occidental fue en su época uno de los estados más poderosos y rutilantes del orbe musulmán.
Por su parte, al norte de la Península convivían cinco reinos cristianos: Portugal, León, y Castilla (nacidos de la división del reino de León en 1157), Navarra y la Corona de Aragón.
El tablero político del siglo XII no consistió en la guerra sin cuartel entre musulmanes y cristianos, sino en un complicado juego de alianzas entre reyes cristianos, príncipes musulmanes y los califas almohades que intentaban someter a estos últimos. Esto da un resquicio a los reyes cristianos para seguir conquistando tierras. Entre estos, Castilla tomó la iniciativa al bloquear con sus conquistas la posible expansión de León y de los aragoneses hacia el interior del territorio peninsular, lo que la convertirá en la principal perjudicada por el fortalecimiento de los almohades.
A partir de 1177, los almohades consiguieron eliminar las últimas resistencias musulmanas a su poder en la península y frenaron el avance castellano hacia el sur. No obstante, la gran derrota de los castellanos frente a los almohades sobrevino en la batalla de Alarcos (julio de 1195) cuando las fuerzas de Alfonso VIII de Castilla son prácticamente diezmadas por el califa almohade.
Aunque la batalla de Alarcos fuese el germen de la futura jornada de las Navas de Tolosa no hubo una reacción inmediata por parte de los reinos cristianos. Esto se debió a que los castellanos quedaron muy debilitados por la derrota y a que no había unidad entre los reyes cristianos de la península; de hecho, cada uno tenía sus propios objetivos militares e intereses políticos.
Sin embargo, el acontecimiento sí que tuvo una gran repercusión fuera de la Península. Al fin y al cabo, tenía lugar siete años después de la pérdida de Jerusalén a manos de Saladino y de los éxitos escasos de la tercera cruzada (1191-1194). Así, por toda Europa se extendió un sentimiento de hermandad hacia los cristianos castellanos. Por ejemplo, el senescal y poeta Gavaudhan de Carcasona compuso una canción de cruzada donde insta a ayudar al “rey des Espàs” (“rey de España”) contra los musulmanes.
Sólo cuando en 1211 los almohades tomaron el castillo de Salvatierra y con ello presionaron aún más la frontera, situada en los montes de Toledo, el rey Alfonso VIII reaccionó. Por ello, comenzó a preparar una gran campaña contra los almohades con la ayuda del Papa y su legado, el arzobispo de Toledo, Jiménez de Rada.
Mientras el Papa predicaba la cruzada, el rey y Jiménez de Rada consiguieron unir a su causa a los reyes de Aragón y Navarra, Pedro el Católico y Sancho el Fuerte. El ejército fue convocado en Toledo el día de Pentecostés de 1212. Junto a las fuerzas castellanas, aragonesas y navarras (unos 3500 según las cifras más realistas consideradas hoy en día por C. García Fitz) había un número incierto (entre 1000 y 2000) de cruzados europeos o “ultramontanos”, sobre todo del norte de Francia.
El ejército se puso en marcha a finales de junio, pero, tras la toma del castillo de Malagón a los pocos días, los ultramontanos regresaron a sus países de origen. A pesar de ello, Alfonso VIII ordenó retomar la marcha al encuentro de los almohades que se hallaban acantonados cerca de Santa Elena (Jaén). A la llegada de los cristianos, el 13 de julio, se produjeron algunas escaramuzas, pero la batalla tuvo lugar cuando los dos ejércitos salen a su encuentro el 16 de julio.
En la actualidad, conocemos el desarrollo de la batalla gracias a la Historia de rebus Hispaniae del propio Jiménez de Rada o el Chronicon Mundi de Lucas de Tuy, y a fuentes árabes como la crónica de Ibn Iddar al-Marrakusí o la de al-Maqqari.
El ejército almohade estaría compuesto según las estimaciones más recientes por unos 20.000 hombres. Una parte considerable serían “voluntarios de la yihad”, ubicados en una vanguardia deshecha rápidamente por la caballería cristiana. A continuación, los cristianos pudieron concentrarse en atacar los flancos. A media tarde, por último, se ordenó un avance general del ejército cristiano que aplastó las tropas califales, poniéndolas en desbandada.
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Tras la derrota, el Imperio Almohade no pudo recuperar la iniciativa militar ni controlar las ansias de mayor autonomía de los jefes locales, dado el desprestigio del poder califal. En consecuencia, no tardó ni doce años en empezar a desintegrarse. Por su parte, los reyes cristianos peninsulares aprovecharon esta debilidad para emprender una acelerada expansión: Fernando III, nieto de Alfonso VIII, unificaría los reinos de Castilla y León, y entre 1236 y 1248 tomaría Córdoba, Jaén y Sevilla; los portugueses conquistaron el Algarve en 1249; y entre 1232 y 1245 el rey Jaime I de Aragón conquistó el futuro reino de Valencia (además de Mallorca entre 1229 y 1231).
Sin duda, fue el reino de Castilla de Fernando III el mayor beneficiado de la expansión y el que capitalizaría para sí la retórica militarista y la invocación del nombre de “Hispania” que le otorgaron los cruzados ultrapirenaicos en los años que antecedieron a la batalla. Las crónicas de Jiménez de Rada y Lucas de Tuy, y luego la Primera Crónica General de Alfonso X a finales del siglo XIII, no eran solo relatos militares, sino crónicas reales que glorificaban a la monarquía castellana a través de las victorias sobre el islam y que conectaban con el reino de Hispania visigodo, cuyo objetivo es recuperar. El recuerdo de la batalla, por tanto, quedó unido a un solo reino aun cuando, como hemos visto, fue una jugada de varios reyes y agentes políticos en el convulso juego del mediterráneo del siglo XII.
Bibliografía
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Luis Galan Campos es graduado en Historia por la Universidad de Valencia y ha cursado el Máster de Formación en el Mundo Occidental en la misma universidad. Actualmente está haciendo el doctorado. Su periodo histórico de investigación es la Edad Media (s. V – XV), contando entre sus áreas de trabajo la aristocracia occidental, la ideología de las élites, la Historia de las religiones y la construcción y establecimiento de los Estados.