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CRÍTICA DE «BRAVEHEART»

Artículo sobre Braveheart escrito por Jorge Álvarez, licenciado en Historia.

“Los historiadores ingleses dirán que soy un mentiroso, pero la historia la escriben aquellos que cuelgan a los héroes” – Robert Bruce en la escena inicial de Braveheart.

Crítica de «Braveheart»

En el currículum del cine histórico más o menos reciente difícilmente se encontrará tamaña acumulación de tópicos y mentiras como en Braveheart. Claro que a su director y protagonista poco le importa porque es la película que le dio la fama, el dinero e incluso varios Óscar, abriéndole así el camino a rodar otros filmes de cierto fuste, tan exitosos como polémicos. Si nos ponemos a enumerar, la popular historia que Mel Gibson nos ofreció en torno a la vida de William Wallace es tan falsa que los escoceses deberían haber puesto el grito en el cielo. No lo hicieron porque, al fin y al cabo, Braveheart les inyectó una dosis de autoestima y orgullo; de hecho, la iconografía plasmada en celuloide por el cineasta australiano se ha asentado en la imaginería nacional y, si uno visita el país, por todas partes vemos los kilt, el montante y las caras pintadas de azul, aunque todo ello sea una manipulación.

Mel Gibson supuestamente caracterizado como William Wallace

Porque si nos ponemos a analizar críticamente es difícil parar, empezando por las alteraciones históricas en sí. William Wallace nació en 1272 y murió en 1305, es decir, en plena Edad Media, época en la que aún no se usaban faldas de tartán -en realidad su generalización fue decimonónica-; los highlanders sí usaban una túnica de cuadros (plaid), pero resulta que Wallace era lowlander (o sea, de las Tierras Bajas, no de las Altas, pues nació en Elerslie, Glasgow); su vestuario, pues, no debería ser muy diferente del de cualquier otro europeo de entonces. Para ser exactos, de otros nobles, ya que no era un simple campesino -nadie le hubiera seguido y, de hecho, al principio le costó imponer su liderato sobre la arrogante aristocracia- sino todo un terrateniente. Tampoco se trataba de alguien bruto o iletrado, pues al no poseer la primogenitura (incluso tuvo un hermano menor) estaba destinado a la carrera eclesiástica y por ello recibió estudios y sabía varios idiomas. No fue durante un viaje a Roma y París, como dice la película; sí que viajó por Europa pero  no lo hizo de niño sino cuando ya era un proscrito, tras la derrota de Falkirk.

Uno de los carteles promocionales de la película

Hablando del Medievo, conviene subrayarlo porque la costumbre de pintarse la cara de azul era picta, pueblo de la Antigüedad que para el siglo XIII  en que se desarrolla la trama había quedado ya cientos de años atrás. En esa misma línea, la túnica roja que visten todos los soldados ingleses está fuera de lugar, puesto que los ejércitos no empezaron a uniformarse hasta el siglo XVII, y sus panoplias se ajustarían a lo que cada uno pudiera pagarse, como pasaba en todas partes. Se supone que Gibson les puso ese vestuario de intenso bermellón para identificarlos bien (una especie de preludio a las casacas clásicas de ese color típicas de las tropas inglesas).

Respecto al tema militar, la famosa espada de Wallace (de la que el director lució un bonito pin en la solapa de su esmóquin durante la entrega de los Óscar) que al final del film vuela por el aire para clavarse metafóricamente en tierra de una forma que recuerda bastante a Excalibur, se puede ver hoy en  la extraña torre-monumento construida en su memoria en Stirling. El arma, similar a la cinematográfica aunque de aspecto algo más tosco, mide 132 centímetros y se manejaba a dos manos, lo que probablemente significa que en realidad no perteneciera al personaje, ya que ese tipo de espadas correspondían más bien a un período posterior. Además, se supone que el verdadero Wallace era un gigantón de dos metros, mientras que Gibson acredita 1,77; en Braveheart hay una escena que bromea a costa de ello.

Una de las famosas escenas de batalla de la película

Insistiendo en la Edad Media, pocos mitos están tan arraigados en la imaginación popular como el que vemos aplicar el rey inglés en un plan bastante absurdo (dizque para que la nobleza sea más inglesa ¿Esperaría veinte años a que los bebés crecieran?). Me refiero a la primae noctis, más conocida aquí como derecho de pernada y que sencillamente no existió como tal, es decir, como ley escrita; la mayoría de los historiadores se inclinan por pensar que era un simple rito simbólico de sumisión al señor feudal, normalmente saldado con un pago o, en todo caso, llevado a la práctica como “mal uso” (o sea, abuso). Pero para Mel Gibson todo es válido con tal de dar rienda suelta a su anglofobia, reconocida por él mismo y mostrada en pantalla en otras ocasiones (El patriota es un buen ejemplo, aunque no la dirigiera personalmente).

En cuanto a los personajes, tampoco es que se ajusten mucho a la Historia. La esposa de Wallace, Murron (interpretada por Catherine McCormack), en realidad se llamaba Marian pero se temió que el público norteamericano la confundiera con la de Robin Hood y le pusieron otro nombre, cacofónicamente parecido. No fue asesinada por los ingleses sino que murió bastante antes de que empezase la rebelión. Tampoco se casaron en secreto; de hecho, muchos historiadores dudan que tuviesen siquiera una relación amorosa. En la película, se aparece oníricamente a su viudo en varias escenas perfectamente prescindibles encaminadas al sensiblero reencuentro final, en el patíbulo.

El rey inglés que interpreta Patrick MacGoohan, era Eduardo I Longshanks, casado con Leonor de Castilla y que en 1296 invadió Escocia (como antes hizo con Gales), un reino vasallo por otra parte, por la negativa de ésta a colaborar en su guerra contra Francia. Empezó a reinar poco después del nacimiento de Wallace y falleció tres años más tarde que él -no a la vez, como muestra la película para subrayar dramáticamente el paralelismo entre ambos-. Su hijo Eduardo II, el único al que se retrata con cierta fidelidad, débil y homosexual (que por entonces eran casi sinónimos), fue quien terminó concediendo la independencia a los escoceses.

El actor Patrick McGoohan en Braveheart

Eduardo II se casó con la princesa francesa Isabelle, que en el filme no puede evitar enamorarse de Wallace y en su infinita bondad le avisa de las trampas de su suegro y hasta le da un veneno para evitarle el sufrimiento de la tortura. Al respecto hay que hacer unas cuantas puntualizaciones: primera, no era tan virtuosa porque se sospecha que tiempo después, en connivencia con un amante, mandó asesinar a su marido; segundo, no pisó Inglaterra hasta 1308, tres años después de la muerte de Wallace; tercero, salvo en un alarde de precocidad, difícilmente hubiera podido caer presa del amor del escocés porque sólo tenía trece años en aquellos momentos (ni siquiera llegó a conocer a su suegro.

Parece ser que fue a la esposa de Eduardo I, Margaret, a la que se adjudicó popularmente ese improbable idilio); cuarto, y consecuente, es imposible que Isabelle pudiera haberse quedado embarazada de él. Claro que la tentación de que un hijo de Wallace acabara reinando en Inglaterra fue irresistible para Randall Wallace, el guionista, que además es descendiente del personaje (otros descendientes colaboraron como extras).

Otra de las famosas escenas, el discurso previo al combate

¿Y qué decir de Robert Bruce, que en la película es el narrador?, Resulta irónico que, candidato al trono escocés, fuera aliado de Inglaterra en un primer momento, ya que luego sería él quien en 1314 tomase el relevo como líder de la lucha adoptando el título concedido al anterior -Guardián de Escocia- y logrando su objetivo con la victoria de Bannockburn, con la que se cierra absurdamente el filme por aquello de dejar un mensaje positivo, igual que pasó en otros aún peores como Pearl Harbor o el insufrible remake de El Álamo. Claro que así se puede meter la pomposa frase “… y ganaron su independencia”, obviando, claro, que la volvieron a perder en 1707.

Fue Bruce y no Wallace quien se ganó el apodo de Braveheart (Corazón bravo). ¿Por qué ese mote? Porque había prometido acudir a las Cruzadas para expiar sus pecados pero, habiendo fallecido -no se sabe si de sífilis o de lepra, como su padre-, sus hombres decidieron llevar su corazón a Tierra Santa de manera que pudiera cumplir la promesa póstumamente. Como en la Península Ibérica también se luchaba contra el infiel, se apuntaron… y acabaron exterminados en la batalla de Teba (en Andalucía), cayendo tan curioso paquete en manos de Mohamed IV de Granada. Enterado de lo que era, se lo entregó a Alfonso XI de Castilla para que lo devolviera a Escocia. O sea, que hasta el título del film es manipulador.

Artículo escrito por Jorge Álvarez, licenciado en Historia

Para saber más

Crítica de Braveheart (II)


       Jorge Álvarez es licenciado en Historia y diplomado en Archivística y Biblioteconomía. Fue fundador y director de la revista Apuntes (2002-2005), creador del blog “El Viajero Incidental”, y bloguero de viajes y turismo desde 2009 en “Viajeros”. Además, es editor de “La Brújula Verde”. Forma parte del equipo de editores de Tylium.

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