Primera parte de una crítica sobre «Lawrence de Arabia» escrita por Jorge Álvarez, licenciado en Historia.
“Algunos ingleses, empezando por lord Kitchener, creían que una rebelión de los árabes contra los turcos permitiría que Inglaterra, sin dejar de luchar contra Alemania, pudiera derrotar al mismo tiempo a su aliada Turquía”. Así empieza Los siete pilares de la sabiduría, el libro en el que Thomas Edward Lawrence narró su experiencia al frente de esa rebelión que sus superiores le encargaron incitar y que terminó liderando, a menudo a su pesar. Porque, en realidad, Lawrence no era más que un arqueólogo atrapado en la vorágine de la Primera Guerra Mundial y convertido en improvisado héroe, aunque lo cierto es que buena parte de su fama no se debió sólo a su carismático liderazgo sobre los pueblos del desierto sino también al relato épico que de ello el periodista estadounidense Lowell Thomas, corresponsal de guerra, y de los retratos fotográficos que tomó del personaje ataviado a la usanza árabe.
Lawence era galés de nacimiento, hijo ilegítimo de un terrateniente y por tanto acomodado, por lo que pudo estudiar arqueología en Oxford. Especializado en Oriente Medio, trabajó con el célebre Leonard Woolley en el Éufrates. Aparte de excavar, levantó mapas topográficos, de ahí que con eso y sus conocimientos de árabe, al estallar la contienda le destinaran al Directorate of Military Inteligence en El Cairo. En 1916 surgió la idea de azuzar a los árabes a un levantamiento contra el Imperio Otomano y el elegido como intermediario fue él. Ése es el momento en que empieza la película Lawrence de Arabia si exceptuamos un breve e inolvidable prólogo: los títulos de crédito iniciales, al son de la ya mítica melodía de Maurice Jarre, muestran a un motorista que tras preparar minuciosamente su moto, se lanza a la carretera y en un momento dado tiene que dar un brusco giro para no atropellar a unos ciclistas; de ahí pasamos a su funeral, de estado, donde la prensa pregunta por el fallecido y uno de los asistentes declara que “nadie le conocía bien”.
Tal idea tenía David Lean cuando, entre 1961 y 1962, acometió el proyecto de hacer una película sobre el personaje junto a Sam Spiegel, con el que había trabajado en su anterior y exitoso film, El puente sobre el río Kwai (de cuyo elenco repitieron Jack Hawkins como el general Allenby y Anthony Quayle). Le encargaron un guión a Michael Wilson pero éste, un represaliado por el macartismo, le dio un tono demasiado político y Lean le pidió una revisión al dramaturgo Robert Bolt (luego haría el de Doctor Zhivago), que fue quien aportó la mayoría de los diálogos. Faltaba encontrar al protagonista adecuado y eligieron a Albert Finney; sin embargo, le despidieron al poco y entonces se barajaron otros nombres (Marlon Brando, Anthony Perkins, Montgomery Clift), aunque al final Katherine Hepburn le sugirió a Lean un semi-novato Peter O’Toole, sin que al director y el productor les importase que no se pareciese nada a Lawrence y encima midiera 1,88 mientras que el verdadero no pasaba de 1,65. Fue elegido y realizó un trabajo tan soberbio como obsesivo (al parecer, hasta se operó la nariz para parecerse más a su personaje).
El Lawrence del comienzo parece alguien lo suficientemente fresco como para no encajar en el ambiente militar que el rodea. No sólo muestra movimientos algo amanerados sino que además cita a Temístocles ante sus poco letrados superiores e incluso hace gala de cierto tono burlón hacia ellos. Pero también sus compañeros deben verle con extrañeza cuando muestra una peculiar forma de autocontrol al dejar que una cerilla se consuma entre sus dedos sin inmutarse y lo explique con desenfado diciendo que “el truco está en que no te importe que te duela”. Y al soplarla la cámara se desplaza lateralmente dando paso directamente al desierto.
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Los planos desérticos corresponden fundamentalmente al Wadi-Rum de Jordania, aunque ante las duras condiciones fue necesario trasladarse a un sitio menos calurosos y mejor comunicado, por eso se rodaron también escenas en Ouarzazate (Marruecos) y playas de Almería, al igual que todos los espectadores españoles reconocerán enseguida la sevillana Plaza de España pasando por el cuartel general de El Cairo, la Casa de Pilatos, el Hotel Alfonso XIII o los Reales Alcázares, entre otras localizaciones. Incluso una modesta barriada de la capital andaluza hizo las veces de Deera, donde Lawrence fue capturado y torturado. O’Toole y Shariff, cuentan, estuvieron a punto de acabar con las existencias de jerez en un mano a mano tan épico como el argumento de la propia película.
La misión encomendada a Lawrence es contactar con el príncipe Faisal, el líder de los hachemíes y heredero de su padre Huséin en la rebelión contra los otomanos. Para ello va en su busca, desierto a través, en camello y acompañado únicamente de un guía beduino que será el primero en desvelarle, una vez que se gane su confianza aparcando su insistente frivolidad , los misterios de ese extremo lugar del que dice que “sólo hay dos especies que se divierten en el desierto: los beduinos y los dioses”. Y vaya si lo consigue. Lawrence decide beber cuando lo haga el otro, a montar como él (aunque a O’Toole le costó aprender) y a comer a su manera en un paso primigenio hacia su identificación con la gente del desierto. Esa amistad se truncará trágicamente cuando Sharif Ali ibn el-Kharish, el personaje que interpreta Omar Shariff, mate de un tiro al beduino por beber en su pozo sin permiso. Un ejemplo sangrante de la dureza de la vida allí y de la desunión entre sus habitantes. El hasta entonces desconocido Shariff logró su papel tras rechazarlo Horst Buchholz, que iba a hacer Un, dos tres con Billy Wilder, y Alain Delon, que no tenía ganas de caracterizarse de árabe.
A Lawrence le queda por delante un arduo y largo trabajo, pues cuando al fin se encuentra con Faisal es para verlo enfrentarse a unos aviones de guerra sable en mano, demostrando que ni él ni los suyos entienden el poder de las armas modernas. Pero se gana su confianza cuando recita unos versos del Corán mientras le visita en su tienda. En una conversación, por cierto, en la que el príncipe habla de la grandeza de Córdoba, en unas líneas de guión que rinden obvio homenaje al país donde se rodó parte del film. A Faisal lo encarnó Alec Guinness, que ya lo había hecho -pese a que era bastante más mayor que el personaje- en la obra de teatro Ross, del escritor Terence Rattigan (Ross fue el alias que usó Lawrence tras volver a Gran Bretaña y alistarse en la RAF, huyendo de la fama). Guinness era toda una garantía pues, al igual que Lean y Spiegel, había ganado el Oscar en su anterior película, El puente sobre el río Kwai (de cuyo elenco también repitió Jack Hawkins como el general Allenby).
Primera parte de una crítica sobre «Lawrence de Arabia» escrita por Jorge Álvarez, licenciado en Historia.